bienvenidas y bienvenidos a la sala de paltalk "punto.es". hoy nos quedamos en barcelona, ciudad que gusta o disgusta, pero que nunca deja indiferente. cctiva y dinámica, alegre y colorista, atractiva y seductora, moderna y tradicional. siempre en discreta ebullición, si cabe
para conocerla, hay que visitarla, vivirla, pasearla, entenderla... saborearla...
leeremos cómo se reinventa a sí misma, y cómo se critica a sí misma en la búsqueda de su identidad más auténtica o de un lugar en el futuro global, de la mano de sendos artículos alejados de los típicos tópicos de promoción turística
disfrutad de vuestra estancia en la ciudad condal...
Podría decirse que Barcelona ha sido devorada por Madrid y las principales capitales de provincia. En términos simbólicos. En términos de competición. Sí, Barcelona ha sido devorada por la prosperidad española; por el turbo-crecimiento de los últimos quince años.
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Atributos que en los estertores del franquismo, en la transición y en los primeros años ochenta fueron de exclusiva propiedad barcelonesa, hoy forman parte del capital urbano de la nueva mesocracia española. Barcelona ya no es la única princesa cosmopolita de la España que un día fue atrasada.
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Madrid es hoy una ciudad furiosamente cosmopolita. Sofisticada, no, probablemente no lo será nunca; cosmopolita, sí. Madrid es hoy la ciudad más americana de Europa, con una gran dureza de fondo, pero también con una tremenda capacidad de atracción.
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Bilbao, que parecía atrapada por la herrumbre de la ría y de los altos hornos, ha sabido construirse una marca internacional. Valencia, eufórica y temeraria, también lo está logrando. Zaragoza, con grandes potencialidades logísticas, está en ello con la Expo 2008. Sevilla pudo haberlo conseguido, pero le dio pereza. El sistema de ciudades de Galicia también asoma la cabeza... En fin, la provincia española se ha redimido, como propugnaba Ortega y Gasset. Se ha redimido vampirizando a Barcelona. Copiándola. Emulándola. Tomando atenta nota del acontecimiento de 1992.
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Los Juegos Olímpicos fueron la excusa y el punto de partida de un nuevo modelo urbano basado en la explotación intensiva de la marca Barcelona como ciudad interesante para las élites urbanas de todo el mundo. Como la más genuina expresión de un cosmopolitismo europeo, mediterráneo, liberal y hedonista; sobre todo hedonista. Una combinación casi perfecta: historia, tradición, elegancia burguesa, quietud socialdemócrata, liberalidad, espacio nocturno para el aprendizaje vital y mar. Mar y sol. Una ciudad perfecta para un perfecto ideal de vida europeo que la globalización, con el consiguiente debilitamiento de las clases medias, está deshilachando. Que se lo pregunten sino a los miles de jóvenes italianos que han llegado estos últimos años a Barcelona, huyendo en tropel de la oxidación y gerontocracia de una Italia que un día fue vivaz y que ahora, si no espabila, puede acabar siendo el México del Mediterráneo.
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(...) Pues bien, en estos dieciséis años, Madrid ha despegado como gran megalópolis y la provincia española ha dado saltos de calidad. Barcelona ya no es tan diferente como creía. Lo sigue siendo en realidad: Barcelona sigue siendo la ciudad más democrática de España. Pero ya no se siente tan diferente. Se ve desdibujada en el espejo. Y ahí duele, ahí duele la herida narcicista. En eso estamos.
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[Enric Juliana, Cultura/s LA VANGUARDIA, 19 de marzo de 2008]
En 1982, cuando llegué a Barcelona para iniciar mis estudios universitarios, la ciudad parecía desvanecerse. Había dejado atrás el trajín productivo de los 60 y la efervescencia cultural de los 70, pero todavía no se había reinventado a sí misma gracias a los Juegos Olímpicos de 1992. Barcelona estaba en punto muerto, con un pie en la penumbra sifilítica de la calle Robador y otro en los renqueantes colmados del Eixample, con sus cajas registradoras prehistóricas y sus dependientes nonagenarios cubiertos por una bata raída [("Vol quelcom més, jove?"), "¿Desea algo más, joven?"]. Esa agonía contrastaba con la joie de vivre de Madrid, donde se publicaba la pretenciosa revista La Luna, verdadero manual de instrucciones de la movida. En Barcelona, los cantautores habían enmudecido y los bares donde aún se podía hablar en voz baja se convertían en hamburgueserías. Con el tiempo supimos que nada de aquello era lo que parecía: la Barcelona de los 70 o el Madrid de los 80 estaban plagados de cantamañanas, poetas de deuda y halitosis, e intelectuales que siempre estaban a punto de escribir su primer libro. Con el paso de los años, aquella suma de fracasos personales se saldó con un resentimiento politizado que le echaba la culpa de todo al catalanismo. Pero eso ya es otra historia.
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Los fastos olímpicos transformaron la cudad en un enorme plató que barrió viejos estratos de putrefacción acumulada. En aquellos días, Barcelona olía a recién pintado y a dinero nervioso, y el sudor de los atletas se mezclaba con el perfume de las divas. Al son de himnos solemnes, las tarjetas de crédito delataban euforia y restos de cocaína. Parecía como si la ciudad hubiera sido agraciada con una segunda oportunidad, concedida in extremis. Desde los primeros croquis que fantasearon las grandes obras públicas relacionadas con los Juegos Olímpicos hasta hoy han pasado casi veinte años. Ya nada huele a nuevo, y lo que en su tiempo fue diseño rompedor o urbanismo arrogante -aquellos bares con taburetes imposibles, aquellas plazas de cemento cool- tiene hoy algo de cincuentón con peluquín y bigote teñido. La Barcelona de aquella época ya no sorprende, quizás porque fue imitada en todo el mundo. El mérito es innegable; su caducidad también (...).
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Sin embargo, el legado más preocupante de la Barcelona olímpica, está más relacionado con un cierto estado de ánimo que con un conjunto de reformas urbanas, por otra parte necesarias. Una especie de decreto no escrito dejó consignado que el destino de la ciudad era el monocultivo del turismo, acompañado de sonrojantes vaguedades sobre la sociedad del conocimiento y otros metarrelatos posmodernos. Como proyecto de futuro desemboca en un siniestro marasmo de sombreros mexicanos, de sangría gastrítica, gadgets de Gaudí y café malo a tres euros la taza. Ante esa perspectiva uno se pregunta si su naturaleza es la de un ciudadano o bien la de un simple figurante cuya función en la vida consiste en indicar cómo se va al Park Güell ("go up to Verdi street, and then turn right..."). De hecho, uno acaba sospechando que forma parte esencial del engranaje de un enorme negocio del que no recibe dividendos, sino molestias (...).
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Barcelona cuenta con un patrimonio arquitectónico único y está -y estará- ligada a la industria del turismo. Y que sea por muchos años: nadie en su sano juicio discute eso. La cuestión es otra: la de los límites razonables de esa actividad, que coinciden con los de otros sectores productivos que han sido arrinconados sin prisa pero también sin pausa. Una ciudad equilibrada, una ciudad que quiera ser algo más que un decorado transitado por figurantes, debe recuperar una parte substancial del tejido productivo que marcó su identidad. No se trata de construir altos hornos en mitad del Eixample, evidentemente, pero tampoco de recrear a gran escala la tan catalana afición a los pesebres vivientes.
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[Ferran Sáez Mateu, Cultura/s LA VANGUARDIA, 19 de marzo de 2008]
Nos gustaba más antes, gracias. Todo nos gustaba más antes, pero especialmente esta ciudad. Así que discúlpennos si no nos unimos a los festejos. Con su permiso seguiremos siendo, como diría Colin Wilson, los tipos "no susceptibles de contagiarse del entusiasmo general". Y al progreso que le den morcilla.
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Lo que les digo es que no hace falta buscar nuevos modelos urbanísticos y sociales para Barcelona, porque el modelo perfecto ya existe. Se trata, simplemente, de la ciudad de hace veinte, treinta años. que no era perfecta, se me ha ido el adjetivo, pero su imperfección era como la del grifo que gotea un poco, ¿saben?, y aparece el padre chapuzas con un serrucho grande diciendo "esto lo arreglo yo", y todo el mundo se cubre los ojos porque saben que la cosa acabará en inundaciones graves, un pulgar amputado en hielo y el lampista diciendo atónito: "Pero, ¿cómo se les ocurre tocarlo?".
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No, aquella Barcelona ya funcionaba (más o menos), y al progreso lo tenemos calao: es el mismo progreso que les vendieron a los Sioux a cambio de unas cuentas de colores, justo antes de que desapareciera el bisonte y todo el mundo en Boston empezara a tener alfombra. Llámennos nostálgicos, pero algunos no nos fiamos del progreso urbano como apisonadora cultural. Así que, con su permiso, seguiremos siendo el amargado. el que chafa el matasuegras y la guitarra. El que prefiere lo de antes. El pitufo gruñón. El Jesucristo que armó el pollo en el Templo de Jerusalén, tirando los tenderetes de los fariseos mientras gritaba: "¡Quitad esto de aquí, y no convirtáis en mercado la casa de mi padre!". Eso, quitadlo.
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Somos conscientes, con todo, de que no hay vuelta atrás. Como cantaba el grupo inglés The Clientele en Losing Haringey, su oda de nostalgia por los lugares que ya no existen, "Todo ha desaparecido, desaparecido para siempre". Cada vez quedan menos cosas de aquella Barcelona más bárbara, más suya, más rara. Muchos de aquellos espacios han sido aniquilados, y de ellos sólo queda el recuerdo. Pero ya lo dijo Johnny Thunders: No puedes abrazar a un recuerdo.
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Las Barcelonas que ya hemos perdido, no las quieran contar. ¿Se acuerdan de la Barcelona desértica? Cuando se situaban en la Rambla de Catalunya en pleno agosto y miraban la calle Aragó y parecía que había estallado la IIIª Guerra Mundial. Que aquello era el día de los trífidos, que no había humanos. ¿No era hermoso? Era desde luego mejor que la marea de Consumibots que la pueblan hoy.
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O la Barcelona sin guiris. Mis amigos más filisteos me preguntan a menudo si no prefiero una Barcelona llena de suecas guapas a una llena de feúchos locales. La respuesta es NO. BarcelonaLand(TM) es un circo de alemanes sin camiseta, yankis palurdas vestidas de GAP y ñús de Durham celebrando despedidas de soltero con falos en la frente. Un sindiós donde se da la bienvenida al hoolligan carnicero de Glasgow para que vomite violentamente en medio de la Plaza Catalunya, pero a la que hay el menor atisbo de protesta social salen a relucir los kubotanes. Luego les sorprende que los GARAG (Grups Autònoms de Resistència AntiGuiri), hayan llenado Gràcia de pintadas "Refugees welcome, Guiris Go Home".
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Y qué decir de la Barcelona sin ferias. Me da igual si venden óboes, cascos de anxaneta, motos japonesas o moda urbana. Era mejor cuando esto no era un gigantesco palacio de congresos (con la tripulación -o sea, el ciudadano- sacrificable, que decían en Alien, el octavo pasajero).
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Irrecuperable es también la Barcelona de Bar. Todas aquellas bodegas zorrunas, medio vacías, con camareros malcarados que no le lamían el trasero a nadie (pues la cultura estadounidense de servicios serviles era aún anatema). Y en ninguna parte servían frappuccinos, ni montaditos, y si no te gustaban los quintos fallecías deshidratado. Cuánta cultura y belleza arruinada por el afán de lucro de cuatro desaprensivos. Cada vez que paso por delante del ex-bar Rosselló, en la calle Rosselló justo antes de llegar a Passeig de Gràcia, y veo lo que han puesto en su lugar se me caen las lágrimas.
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¿Y la Barceloneta? Aquellos chiringuitos de antaño era una parte indispesable de la cultura de la Ciudad Condal. ¿Cómo no hicieron referéndum? Sólo nihilistas, turistas y gente muy majara prefiere lo de ahora; ese descampado de El Planeta de los Simios, con estatuas zigurat y tenderetes fashion. Nadie duda que la playa actual se parezca a la de Cancún: pero es que no se trataba de eso, hombres de gran pobreza moral.
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Mejor no hablar de El Barrio Chino. Era preferible pasear por allí temiendo por la vida y el trasero de uno, si al menos las pupilas podían registrar el color local y la subcultura delincuente y los rincones extraños. Ahora está más limpio, si; el algodón no engaña. Pero qué jodido aburrimiento.
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En fin. Los tiempos han a-cambiado y ahora vivimos en BarcelonaLand(TM). Bienvenidos a la Botiga més gran del món. Una ciudad marca de elegancia, modernidad y pelis inmundas de Woody Allen; una nueva urbe que deberíamos celebrar, como nos dicen en esos anuncios ridículamente triunfalistas del F. C. Barcelona. Sólo que cuesta acostumbrarse, ¿verdad?.
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[Kiko Amat, Cultura/s LA VANGUARDIA, 19 de marzo de 2008]
(vicky, cristina, barcelona, de woody allen, 2008)
Al calcular lo que cuesta pasar un día de turista en Barcelona y en Nueva York se obtiene un resultado ajustado, aunque la ciudad americana es más barata que la catalana. Una pareja en Nueva York y otra en Barcelona, alojándose en un hotel medio, comiendo en restaurantes normales y gastando lo necesario para visitar monumentos y asistir al teatro, desembolsa en Nueva York en torno a los 822 dólares (509 euros), mientras que en Barcelona llega a gastar 600 euros. La comparativa no es científica, pero se ajusta mucho a los planes típicos en una y otra ciudad, teniendo en cuenta que los turistas escogidos no escatiman en dinero pero tampoco tiran la casa por la ventana. La fortaleza del euro frente al dólar es determinante para encarecer el resultado de Barcelona.
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Una pareja de turistas que hoy deseara disfrutar de la ciudad sin reparar en gastos pero tampoco tirando la casa por la ventana debería estar dispuesta a desembolsar cerca de 600 euros diarios. El precio incluye buenas comidas, alguna copa y un buen espectáculo, además de transporte y un par de entradas a monumentos imprescindibles.
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La Vanguardia se puso ayer en la piel de estos visitantes, a los que encontró alojados en un hotel de cuatro estrellas, no muy céntrico, por el que estaban pagando 120 euros la noche. Tenían ganas de pisar la calle y a primera hora, habiendo comprado una targeta t-10 (7,20 euros), cogieron el metro y se plantaron en un Starbucks de la parte alta del paseo de Gràcia. El desayuno les salió por casi doce euros: caffe latte, caramel macchiato, brownie y muffin. Decidieron entonces visitar la exposición de Manuel Vázquez Montalbán en el Palau Robert, que les salió gratis, y, también sin gastar nada, se metieron luego en Vinçon, donde pasaron un buen rato visitando el piso modernista.
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La Pedrera les obligó a media hora de cola y 16 euros en entradas, pero no querían perdérsela. Llevaban una guía que la señalaba como visita obligatoria.
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Cerca de la una y con bastante sed bajaron las escaleras de Tapas 24, en la esquina del paseo de Gràcia con Diputació. Pidieron un par de cañas y se animaron a un vermut a base de olivas de Sanlúcar, anchoas del Cantábrico y berberechos con salsa. Pagaron 24 euros.
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Al salir, se perdieron un rato en un par de escaparates de rambla Catalunya y llegaron, casi sin darse cuenta, a la calle Bergara, donde encontraron mesa en Casa Agustí. Entre los platos del día había xatonada, corazones de alcachofas con gambas, calamarcitos y costillar de cerdo ibérico. La cuenta alcanzó los 64,9 euros con vino de la casa y tiramisú a medias.
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Había que estirar las piernas y el Barri Gòtic les llamaba la atención. Bajaron por La Rambla, acortaron por la plaza Villa de Madrid y llegaron a la Catedral. Como no era horario de misa, pagaron cuatro euros cada uno por la visita. Estuvieron un rato frente al Cristo de Lepanto y fotografiaron las ocas del claustro.
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Descubrieron el templo romano en la sede del Centre Excursionista (gratis) y, cautivados por un pasado que no conocían, estuvieron casi una hora en el museo de la Ciutat. A las seis y cuarto, entraron en la granja Plaza de la calle Pintor Fortuny. Habían cruzado la plaza Sant Jaume y esquivando turistas como ellos en la Rambla. La granja les sorprendió por su tranquilidad y sencillez. Pagaron ocho euros por dos suizos y dos ensaimadas.
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La tarde se les echaba encima. Tenían entradas de platea para el musical Mamma mía! en el BTM (53,89 cada una) y querían pasar antes por el hotel. Cogieron el metro (línea verde) y luego un taxi para llegar al teatro a las 8.30. Casi tres horas después, con la cabeza llena de éxitos de los años ochenta, entraron en el restaurante El Suquet del Almiralll. La cena, a base de pica picas -había llangueta- y un arroz de Barca, les salió por 120 euros.
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Al taxi de vuelta le pidieron que los dejara junto a Colón (cinco euros) y el reloj marcaba la 1,30 de la madrugada cuando pidieron dos dry martini en Boadas (seis euros cada uno) y este diario les dijo hasta luego.
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[Xavier Mas de Xaxàs, LA VANGUARDIA, 20-21 de marzo de 200]